23 de septiembre de 2016

Conectando puntos

Lamberto Maffei (Alabanza de la lentitud, 2014) comparte con otros intelectuales italianos una fuerte preocupación por  el cada vez mayor dominio -ya casi una dictadura- de lo digital en el nuevo imaginario de la sociedad.

Como él, Nuccio Ordine (La utilidad de lo inútil, 2013), Roberto Casati (Elogio del papel. Contra el colonialismo digital, 2013) y Pier Vittolio Aureli (Menos es suficiente, 2013) han visto recientemente publicados en España ensayos breves. Los cuatro se caracterizan por una visión amplia de la cultura y el conocimiento; usan una inteligente combinación de saberes técnicos y argumentos humanistas, de arte y de ciencia, para desvelar los peligros a los que estamos abocados si no somos críticos con el discurso que alienta el consumo permanente, ensalza solo lo instrumental y denigra cualquier forma de pensamiento libre.

Esa forma de pensar es, precisamente, la que nos permite disfrutar de las cosas importantes de la vida y nos muestra caminos para analizar el mundo más allá de categorías fijas y opuestas, del blanco y el negro. Por eso, es lógico que Ordine y Maffei se sientan atraídos por el oxímoron: su sentido metafórico nos guía en el descubrimiento de nuevos conceptos y alternativas.

En una parte de su escrito, el neurobiólogo Maffei cita al sociólogo Zygmunt Bauman que, en su libro Vida de consumo (2007), "sostiene que el tiempo no se percibe ya como un continuum, sino como una serie de puntos, cada uno de los cuales tiene una historia limitada, con su nacimiento y su fin, y un escaso coeficiente de correlación con los demás, como si fueran acontecimientos independientes producidos por causalidad". Y añade: "Este concepto modificado del tiempo tiene su correspondencia en la neurosis de vivir el momento, una patología surgida del deseo irremediable de construir la línea, de dar continuidad a los puntos".

¿Cómo no recordar en ese momento el famoso discurso de Steve Jobs en Stanford y, sobre todo, su primera historia sobre "conectar los puntos"? Ese que se ha convertido en fuente de inspiración para todos los emprendedores de postín, que "encuentran lo que aman"... siempre que esté relacionado con el éxito económico y mediado por la innovación tecnológica, claro.

La cadena de asociaciones me recuerda al filósofo David Hume, que debería suponer mejor inspiración que Jobs, el representante más atractivo y paradigmático del consumo digital. En su Tratado de la naturaleza humana (1739), afirmaba que "lo que llamamos mente no es sino un montón o colección de percepciones diferentes unidas entre sí por ciertas relaciones y que se suponen, aunque erróneamente, dotadas de perfecta simplicidad e identidad". Así pues, ¿defiende la visión de la vida como una sucesión de episodios aislados -como tuits o anuncios- y la inexistencia de una identidad personal -somos un vacío que llenará el bombardeo mediático, tragado sin filtro-? Aunque esa ha sido una interpretación habitual, la reflexión nos lleva más allá: Hume es un firme defensor del método experimental pero huye del dogmatismo, acepta que esa forma de conocimiento tiene límites y que puede haber realidades inverificables a través de la experiencia, sobre las que quizá no podamos saber pero que no debemos descartar... ni asumir automáticamente. Nos conmina a ser adultos que, en lugar de estar guiados hacia el consumo, piensan con flexibilidad, sin acatar una respuesta predefinida.

Para conectar el principio con el fin, una nueva cita del libro de Maffei. "La grandeza del hombre reside en su modestia y en reconocer que todo tiene importancia: el sol, el amanecer, el atardecer, las discusiones, los juegos, los poemas, el pensar por pensar, aunque todos estos goces supongan consumir un poco menos".

16 de septiembre de 2016

Cómplices

Es difícil, para quien no vive en el Casco Antiguo de Pamplona, darse cuenta de la degradación progresiva que el barrio está sufriendo, similar a la de otras zonas históricas de ciudades españolas. En ese proceso, muchas partes son cómplices:

La clase política, que permite, facilita y alienta -habrá que preguntarse por qué- la implantación de un modelo económico basado en una sola actividad: determinado tipo de hostelería asociado a una forma específica de entender la diversión y el turismo. En lugar de cumplir con su tarea de proteger a la ciudadanía e intentar revertir la situación, le resulta más sencillo y beneficioso aliarse con quienes causan los problemas, impulsando un tipo especial de gentrificación.

Los dueños del capital, que ven en los bares y en los pisos turísticos una forma rápida de hacer negocio, con la que sustituir opciones de inversión menos rentables en la actualidad. Es significativo el número de locales que tienen como socios a empresarios del sector inmobiliario y/o relacionados con los políticos.

También las personas que se pliegan de buena gana a esa forma de consumir y hacer uso de los espacios públicos, tolerando o incluso haciendo aquello que se negarían a aceptar donde viven diariamente. Qué sencillo y tranquilizador es pensar en el Casco Antiguo no como una zona residencial en la que viven personas iguales a las del resto de la ciudad, sino como un parque temático en el que los edificios son solo fachadas de cartón piedra y los vecinos actores de reparto.

Gracias a todos ellos el barrio deja de serlo para convertirse en un basurero, en un macroespacio para el desahogo y para acumular la porquería que el resto de la ciudad no quiere ver. Externalizar los costes, se llama.

Pero lo que más rabia me causa es el bajo nivel de las justificaciones con las que los implicados intentan esconder su egoísmo. Demasiadas veces han recurrido ya a que con la situación actual se “da vida” a las calles; a ver si se enteran de que la vida surge de diversificar la actividad comercial y económica y de contar con parques, plazas y dotaciones culturales o deportivas repartidas por el espacio público. O se inventan ese nuevo derecho a la diversión -entendida solo como ir de bar en bar, tirar mierda en la calle, gritar hasta reventar y celebrar despedidas de soltero con charangas- que parece estar por encima del respeto a las únicas víctimas de este tinglado, a las que nadie interesa escuchar, que somos las y los vecinos. A fin de cuentas, qué importamos menos de 11.000 personas en comparación con el dinero que se genera en nuestras calles. Ya nos iremos, ahora que tanto estorbamos.